El sueño de muchos menos el mío. Con sinceridad no me gusta Kiss, pero fui al concierto para ganar un cachuelo y hacerle una guachita a la mentada crisis internacional que ya empezó a agujerear mi bolsillo. Así que diseñé y estampé algunos polos para ofrecerlos en el Estadio Nacional. Ese día, 14 de abril, no solo conocí la euforia pintada de blanco y negro en rostros trigueños, sino que sentí en carne propia las penurias, sueños y broncas de ser un vendedor ambulante.
Kiss vino al Perú precedido de una parafernalia publicitaria avasalladora, no había periódico, afiche o spot que halagara su pirotécnico concierto, de escenario y luces inéditas, de la promesa por escuchar los incorruptibles gritos de Paul Stanley y de ver la lengua serpentina de Gene Simmons. La concurrencia estaba garantizada. En lo personal, creo que Kiss es la versión rockera de las Spice Girls, casi los mismos zapatos estrambóticos, cada uno representando con kilos de maquillaje y cuero su alter ego, canciones con letras intrascendentes, glam comercial, en fin una parodia musical. Salvo, la rescatable lengua kilométrica de Gene Simmons que seguramente tendrá gentiles comentarios de su concubina Shannon Tweed y de las 4000 mujeres que conocieron algo más que su maquillaje de demonio.
Estampé los polos en jirón Gamarra, el emporio textil más grande de Lima, escogí talla M, color negro, y dos diseños, el primero en el que estaba la banda completa y el segundo donde figuraba la caricatura de Simmons mirando de perfil con la lengua ensangrentada. Como siempre sucede cuando haces una producción, ya en tu mente ves vendida toda tu mercadería y sientes incluso la ilusión de la billetera más gruesa y un objetivo prometedor como empresario. ¡Aquí la haces! Creo que así empiezan las grandes obras. Sin embargo, en Gamarra ya se nos habían adelantado con polos diseñados por manos profesionales, aunque otros mostraban escasez creativa y pobreza textil.
El día del concierto llené mi mochila con las prendas y un sueño monetario promisorio. Cuando entré por la avenida 28 de Julio para acercarme al Estadio Nacional pude darme cuenta de la magnitud comercial de Kiss. A cada metro de piso un rostro pintado de blanco y negro me cerraba el paso para ofrecerme un polo, qué ironía, y a un precio más barato del que yo pensaba vender. Un niño de esos que parecen viejos negociantes me decía que con sus binoculares podía ver a Kiss de “cerquita”. Un anciano de ropas raídas me vendía pines a un sol. Más allá binchas y llaveros, del otro lado una mujer me propuso pintarme la cara como Gene por cinco soles. Parecía una procesión de ambulantes y también de ladrones a quienes se les reconocía rápidamente por la avidez en la mirada, como la del león cuando escoge a su presa.
Me ubiqué junto a una anciana que vendía gaseosas y al costado de una rolliza mujer que ofrecía binoculares con voz de tamalera. Por cada espectador que arribaba al estadio venían a su encuentro cinco ambulantes, atorándoles con chucherías o sourvenirs –por emplear un término comercial–, los afamados revendedores de entradas gritaban “¡sobra, compro, sobra, compro!”. No es por prejuicio, pero ellos parecían salidos del mismo penal, con cicatrices en brazos, tatuajes, rostros deformados por reyertas pasadas y susurros al oído que me hacían suponer que sus boletos eran tan originales como un billete de tres dólares.
Para obtener un mínimo margen de ganancia tenía que vender los polos a 15 soles, pero la competencia remataba las prendas a 10 soles. Definitivamente hice mal mis cálculos, algo había fallado en el engorroso engranaje de producción, primer traspié para un futuro empresario, pero no era tiempo de arrepentimiento. Saqué mis polos y empecé a ofrecerlos; al comienzo con cierta timidez, lo admito. La voz se me escondía entre el bullicio, solo levantaba las prendas y las flameaba. Al frente de mí se puso una pareja con su pequeña hija. Él parecía salido del ring de
Me puse al lado de tres jovencitos que ofrecían pines y llaveros, parecían estudiantes de alguna academia que también aprovechaban la vorágine comercial de Kiss. De pronto apareció una reportera de un canal de cable vestida como Morticia de los Locos Adams poniendo el micrófono en las bocas de ambulantes y revendedores. Las mismas preguntas refritas y las respuestas extasiadas, “Kiss, lo máximo”. Admito que con cierta vergüenza me alejé de ella. Otra mala decisión. Caí redondito a la cueva de los cuarenta ladrones. Vi que se me apegaron cuatro, yo tenía la mochila en la espalda y escuché que ellos hablaban de entradas mientras miraban de reojo mis bolsillos. En estos casos un consejo, a los ladrones hay que mirarlos fijamente para anularles el factor sorpresa que emplean para cometer el delito. Los miré, arrimé mi maleta, me vieron y se fueron culpándose entre ellos. Supe entonces que aquí no iba a vender nada y estaba expuesto a perderlo todo. Salí a
Di la vuelta por
Más tarde la gente salía del concierto y raudamente se iba a los paraderos. Saqué los polos, pero a mí como al resto de vendedores nos miraban sin importancia, es más éramos obstáculos que tenían que sortear, todos se subían a buses y taxis. Ya la magia había cerrado su telón y se volvía a la dura realidad. Esperé treinta minutos más y di media vuelta. Mi magia empresarial también había concluido y enrumbé a mi casa. En mi mochila había quince polos.