domingo, 18 de enero de 2009

Juegos de la memoria

No quise despertarla, pero al jalar la sábana ella abrió los párpados cansados. Ángela se rascó las canas y arrojó un bostezo que acentuó lo surcos de su cara. Me doy cuenta que el tiempo nos ha hecho viejos, pero la vida nos ha vuelto hermosos. Sí, aún es posible encontrar hermosura en una mujer que ha compartido tu vida durante veinte años. Ella sabe que hoy es jueves y que esperaré hasta el sábado para hacerle el amor. La tediosa costumbre nos alcanzó hace mucho; no recuerdo el momento exacto, pero sé que algunas mañanas tenía que encender la televisión para disuadirla de tener intimidad, temía que se diera cuenta que mi miembro ya no despertaba robusto y esplendoroso como antes. Pero también creo que la costumbre la atrapó primero a ella, ya que en sus venas discurría sangre alemana, de una personalidad formal, algo rígida, puntual y ahora condicionada militarmente a hacer el amor los sábados.
–No te mires tanto al espejo que sigues tan feo como ayer –dijo–. No le di importancia, así me saludaba cada mañana. En el espejo un viejo ocultaba su lustrosa calvicie con las tiras de canas rebeldes y grasientas. Cada día sus ojeras se parecían a las del oso de anteojos, salpicadas de manchitas negruzcas. Fui al baño a quitarme la grasa del rostro y a arrojar la orina amarillenta y cargada. Al regresar al cuarto la vi desnuda, inclinada, subiéndose la trusa azul, con una sutilidad de estibador, moviendo la carne lechosa, parecía extraída de un cuadro renacentista, con las nalgas abultadas y la cintura desbordada por su buen paladar. Sin embargo, la veo y me vulnero, aún me encanta mirarla, quiero que hoy sea sábado, mi miembro coincide conmigo, me doy cuenta que con el tiempo el amor irremediablemente vuelve a uno débil y a la otra fuerte, pero a ambos nos ayuda a vivir.
–¿Me acompañas al cementerio por la tarde? –le pregunto como cada 5 de abril, sabiendo de antemano su respuesta. Ángela pisó por única vez el cementerio en el funeral de su madre hace cinco años, y por los rezagos que aún mantiene de los Testigos de Jehová, no volverá a pisar jamás un camposanto.
–Tu madre era una santa –le dije­– era la única que me aceptó, tu padre prefería verme muerto, pensaba que era un fracasado o un aprovechador.
De pronto golpearon la puerta y Ángela me miró con ternura maternal. Pepe tenía que ir al colegio y fue a prepararle el desayuno. Aproveché el momento para ir a la cómoda y sacar de la parte de atrás la botellita de ron y meterla en la maleta. Mientras sacudía el pantalón y lustraba los zapatos una sensación de vacío me invadió, me senté en la cama y un escalofrío sacudió mi cuerpo. Me sentí tan solo que saqué la botella y bebí un sorbito. Me miré en el espejo, ¿cuándo empezaste a beber?, ¿hace cinco años también? Luego pensé en Pepe. Mi hijo con Ángela compartían las emociones vitales de mi alma. Ambos irrumpieron en mi vida con una exactitud inexplicable, cuando la soledad y sus demonios contaminaron mis esperanzas y mi soberbia derrumbó iglesias y santos, la rebeldía me había hecho un títere, manejado por hilos de odio y frustración.
Ángela me bañó de humildad, con sólo unas pocas palabras y una desquiciable ternura abofeteó mi orgullo, me llevó hacia el espejo interior para mostrarme el egoísmo, la mezquindad y la indiferencia que me habían rebajado a una piltrafa moral. De ella aprendí y de ella me enamoré, y me regaló a Pepe como símbolo de compromiso existencial.
Al bajar no vi a nadie, quizás Ángela ya había llevado a Pepe al colegio, otro día que me dejaban solo. Llegué a El Liberal y de inmediato me arrastré al flujo agitado del periodismo, como hace veinticinco años, pero esta vez desde la jefatura de informaciones. La mañana se fue con tiránica prontitud, entre coordinaciones para las comisiones de los reporteros, la elección de entrevistas y reportajes, más tarde el almuerzo en El remanso donde Paquita, amiga mía, servía los más adorables vinos de Lunahuaná y, por último, la junta diaria con el director del periódico, Manuel Obrero, viejo zorro de las llanuras del idioma, enemigo del comunismo, y expedito apóstol del presidente de turno.
Obrero pertenecía a la raza, casi extinguida, de seres que sólo podían vivir con la válvula del periodismo. Tenía la lengua blanca y el rostro negruzco por un hígado castigado por el alcohol, su piel era como papiro egipcio y a sus setentaypicos años mantenía la voz paternal y la energía de un capataz carajeador, mostrando siempre una boca desmuelada. Su calvicie de estadio olímpico coronaba una vida trajinada entre la bohemia, los viajes alrededor del mundo y la apetencia por las mujeres de cuello largo.
Por la noche me buscó Héctor Navarrete, como cada jueves desde hace cinco años, un par de cervezas en El remanso y la confesión vanidosa de su infidelidad. Me cuenta que está con una chiquilla que le sangra más que mujer de Drácula, le pide ropa muy cara, buenos restoranes y regalos a borbotones. Pero vale la pena –me dice.
–Si supieras las proezas que hace en la cama, Sebastián. Es una putita salvaje, es una inversión bien pagada.
–¿Y tu mujer no sospecha nada?
–Yo creo que sí, las mujeres tienen un sentido desarrollado para oler la infidelidad, no sé cómo lo hacen, pero se callan por miedo a la soledad.
–Sabes que no soy un moralista, pero conozco a Carmen, te ha dado sus mejores años y no creo que se merezca eso…
–Sigues siendo un moralista, Sebastián, sí que Ángela te cambió.
–Ángela cambió muchas cosas en mi vida, Héctor, sobre todo a amar a alguien sin esperar nada a cambio.
Al levantarme para desahogar la vejiga, sentí una punzada en el brazo izquierdo, todo comenzó a girar en círculos, el sudor me manaba impunemente, el dolor avanzó al antebrazo y alcanzó mi pecho. No pude respirar y caí al suelo. Solo la oscuridad me entregó a la paz.
Desperté en la cama del hospital Dos de Mayo. Un joven médico de mirada sombría me tomó la temperatura, revisó mi presión, escribió algunas anotaciones y se fue. Todo sin decirme ni una sola palabra. La ironía de los médicos es que a pesar de luchar contra la muerte se olvidan de la sensibilidad con los vivos.
–Ahora es tu turno, Sebastián –me dijo Ángela acercándose y acariciando mi frente­– recuerdas hace cinco años yo estaba en tu lugar. ¿Qué me dijiste esa vez? Dios demora en recoger a los seres tristes.
Cerré los ojos y quedé dormido, más tarde me enteré por boca del doctor que había sufrido una arritmia. Vinieron a visitarme Héctor y Manuel Obrero quien me dio licencia para descansar dos semanas. Luego el médico vino y me recomendó un revolucionario menú a base de verduras y frutas, además me exigió empezar una rutina de ejercicios para cambiar mi sedentaria humanidad.
–Usted quiere que tenga otra vida, doctor –le dije.
–Es necesario para que no pierda la suya –sentenció.
Antes que todos se fueran, le pedí a Héctor que se quedara y le pregunté si había visto a Ángela o a Pepe. Héctor se acercó a la cama y su rostro se descompuso.
–Todo va a estar bien, Sebastián, no te preocupes.
–Héctor, dime si has visto a Ángela, por favor, necesito hablar con ella.
–Sebastián tienes una nueva recaída. Es la segunda vez en cinco años o ¿acaso ya lo olvidaste? Hermano, Ángela no está aquí, Pepe tampoco.
–¿Dónde están, Héctor?
–Sebastián, ellos murieron hace cinco años. ¿Recuerdas el accidente en el bus? Tú pudiste salvarte, ellos lamentablemente fallecieron. Cada 5 de abril vas al cementerio…tienes que ir a verte con el doctor, no es normal…
El silencio fue doloroso, mi mente empezó a tirar por un torrente de imágenes y recuerdos…
–¡Por favor, Héctor, déjame solo, por favor!
Cuando lo vi retirarse, me tapé el rostro, sí era cierto, maldito Héctor cómo pudiste recordármelo. El bus, era de noche, solo sentimos un fuerte golpe y todo comenzó a dar vueltas, tomé a Ángela de la mano, pero resbalé, sentí que caíamos a un precipicio, la gente golpeaba y salía despedida por las ventanas, todo era un griterío y llanto. De pronto todo se apagó. Desperté en un hospital de Ica y no podía moverme, tenía la pierna y un brazo facturados y la cabeza rota. Sí, allí me dijeron que mi esposa y mi hijo estaban en la lista de fallecidos. Si, estaba solo. Sí, no podía vivir sin ellos. Todas las mañanas estaban en mi mente, mi corazón dolido los puso allí, aunque no estuvieran conmigo. Cada 5 de abril mi razón había disfrazado la muerte de mi suegra por la de ellos. En el cementerio estaban sus cuerpecitos…
Me levanté y miré al paciente de mi lado, estaba recuperándose de un infarto. Dos jóvenes lo acompañaban, parecían sus hijos. Fui a la ventana. El cielo de otoño traía algunas gotas de lluvia, del tercer piso se podía ver el mercadillo de La Victoria y la vorágine del tránsito de la avenida Grau. Respiré hondo e hice el esfuerzo en poner mi mente en blanco, entonces abrí la ventana y salté al vacío.
FIN