martes, 27 de octubre de 2009

El halcón peregrino y la paloma (cuento)

De muy lejos, casi donde se pierde el sol, vino el halcón peregrino, escapando del ojo humano y de un amor inconcluso. Tenía el ala herida y el corazón marchito, pero pudo cruzar montañas y desiertos, ríos y lagos. Una mañana, exhausto, se posó a las sombras de un árbol. La brisa y el olor a hojas frescas refrescaron su mente, bajó al río y el agua le reflejó el sinsabor del tiempo, mirada sombría, austera, plumaje glamoroso, pero gastado.

De pronto escuchó una voz que de las aguas brotaba: “esta no es tu tierra, toma lo que quieras y vete pronto, porque eres dolor y pena”.

Esa noche la lluvia empapó su soledad y apagaron sus ojos llorosos. Al clarear el día, el cielo le regaló una melodía maravillosa. El trinar de canarios y el canto de palomas se mezclaban con el arco iris. El halcón se ocultó entre el ramaje, era tan distinto a ellos… especies diferentes.

La naturaleza le obligaba a cazarlos, pero su corazón se negaba hacerlo, y entre todas una paloma lo miró, era frágil y hermosa, tan fresca y especial. Y en secreto ella se acercó, tuvo miedo, pero su corazón le hablaba diciéndole que abandonara el temor. Él era tan distinto y a la vez tan parecido a ella. La paloma aprendió a alegrarse con su compañía, parecía que lo conocía de otro tiempo y otra vida.

Cuando la veía llegar, el alma del halcón se robustecía y sus ojos brillaban de felicidad. Había encontrado el amor con el ser menos inesperado y no sabía cómo quererla, era torpe y tosco y fueron muchas las veces que lastimó a la paloma. Y fueron muchos los perdones.

A ella le entristecía que no pudiera cantar su amor por todo el bosque, no podía, ni debía estar con alguien diferente, por eso la noche era para ellos el manto cómplice que los abrigaba, la luna la lámpara que iluminaba sus miradas enlazadas y la soledad el momento perfecto para escuchar el susurro de sus corazones. Ella no solo supo curar el ala herida del halcón, sino también las heridas del alma.

Pero una mañana ella no apareció más y él la buscó por todo el bosque, entonces todos empezaron a huir y a esconderse ante la furia de sus ojos. Ese día fue el más gris y la noche tan vacía y dolorosa. Cada atardecer él la esperaba en el mismo árbol, pero el viento le devolvía el olor a soledad.

Una tarde el río se apiadó de su tristeza y le dijo: “Señor del aire, sabes que no puedes estar con ella, jamás podrá volar contigo, déjala ser su esencia, que viva y sueñe con los suyos. Tu lugar está en las montañas lejos de aquí, regresa a tu nido. Vive tu propio destino”.

El halcón voló y la buscó hasta los confines del bosque, cada arboleda y pedregal no escapaban de su vista, parecía inútil tanto esfuerzo, hasta que la encontró. La paloma estaba con los suyos y entonaba un canto espiritual. El halcón se posó en una rama y tal como la primera vez, sintió que no podía hacerle daño, la vio tan única y especial, rodeada de seres que no eran como él, entonces su corazón se entristeció porque comprendió que jamás podía estar con ella. No iba a caer en el egoísmo de arrebatarla de su nido y de ofrecerle una vida para la cual no había nacido. Por fin entendió la sabiduría del río, debía vivir su propio destino.

Vio sus hermosas alas, los ojitos de arco iris por última vez y un dolor retorció en su pecho, no pudo contener las lágrimas y alzó el vuelo, lo más alto que pudo hasta perderse en el cielo para siempre.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Tu beso (poema)

Mi vida hastiada por el vacío de la soledad,
ya no le pertenecía a nadie,
ni a mí mismo.
Iba a cerrar los ojos
y escuchar el último rasguño del corazón,
pero brotaste de la tierra,
de la semilla que Dios sembró
para alimentar a las almas en pena
y tus labios se juntaron a los míos.
Tu beso me convirtió
en el hijo de las estrellas
y hoy la solitaria noche
no envenena más mi alma.
En tu aliento robé un trozo de vida,
nunca me pidas que te lo devuelva.
Tu esperanza, tu vida,
recorre ahora mis venas.
Tu aroma guía mis pasos,
y tus recuerdos son los míos.
Pero me has hecho preso de tu vorágine,
del ímpetu de tus sueños,
y me ataste a tu mirada,
para enamorarme de ti,
por siempre.

Amor, muy tarde (poema)

Perdido en un bosque,
tiránicos árboles que ocultan el cielo,
perdido.
Lodo de traiciones,
lamentos quebrados por la lluvia.
Huyo de serpientes que vociferan:
¡la fe no está en el espíritu!
¡abre los ojos, y la fe se hará carne!
Afiladas hojas con rostro de mujer,
hieren si las acerco a mi pecho.
Exhausto.
Por mis manos resbala la sangre
que se mezcla con las lágrimas de las madreselvas.
Un bendito rayo de luz penetra la coraza,
me ilumina el rostro magullado...
Respiro,
en la orilla de un lago, rendido.
Alcanzo sus aguas que curan mis heridas
y te veo emerger.
Me miras y tus ojos excarban mi alma,
lees mi tristeza
envuelta en halo de muerte.
Esquivo la mirada del fuego escarchado que te envuelve.
Son pobres mis ojos, no te merecen.
Vienes hacia mí
y tu voz hace caer las estrellas:
"Estas aguas reflejan tu amor,
pero llegaste a mí por la pena del corazón".
Acaricias mi frente
y desgarras mi alma con un beso,
nuestro beso.
Tomo tu mano,
junto a ti quiero recorrer los caminos
de mi existencia...
Pero cierras los ojos
y tus lágrimas caen como lluvia invernal.
"No puedo ir contigo,
espero el regreso de mi libertador
que llegó antes que tú"...
y te alejas
y te ocultas bajo las aguas.
Perdido en un bosque,
perdido...

lunes, 20 de abril de 2009

El rostro despintado de Kiss (crónica)

El sueño de muchos menos el mío. Con sinceridad no me gusta Kiss, pero fui al concierto para ganar un cachuelo y hacerle una guachita a la mentada crisis internacional que ya empezó a agujerear mi bolsillo. Así que diseñé y estampé algunos polos para ofrecerlos en el Estadio Nacional. Ese día, 14 de abril, no solo conocí la euforia pintada de blanco y negro en rostros trigueños, sino que sentí en carne propia las penurias, sueños y broncas de ser un vendedor ambulante.

Kiss vino al Perú precedido de una parafernalia publicitaria avasalladora, no había periódico, afiche o spot que halagara su pirotécnico concierto, de escenario y luces inéditas, de la promesa por escuchar los incorruptibles gritos de Paul Stanley y de ver la lengua serpentina de Gene Simmons. La concurrencia estaba garantizada. En lo personal, creo que Kiss es la versión rockera de las Spice Girls, casi los mismos zapatos estrambóticos, cada uno representando con kilos de maquillaje y cuero su alter ego, canciones con letras intrascendentes, glam comercial, en fin una parodia musical. Salvo, la rescatable lengua kilométrica de Gene Simmons que seguramente tendrá gentiles comentarios de su concubina Shannon Tweed y de las 4000 mujeres que conocieron algo más que su maquillaje de demonio.

Estampé los polos en jirón Gamarra, el emporio textil más grande de Lima, escogí talla M, color negro, y dos diseños, el primero en el que estaba la banda completa y el segundo donde figuraba la caricatura de Simmons mirando de perfil con la lengua ensangrentada. Como siempre sucede cuando haces una producción, ya en tu mente ves vendida toda tu mercadería y sientes incluso la ilusión de la billetera más gruesa y un objetivo prometedor como empresario. ¡Aquí la haces! Creo que así empiezan las grandes obras. Sin embargo, en Gamarra ya se nos habían adelantado con polos diseñados por manos profesionales, aunque otros mostraban escasez creativa y pobreza textil.

El día del concierto llené mi mochila con las prendas y un sueño monetario promisorio. Cuando entré por la avenida 28 de Julio para acercarme al Estadio Nacional pude darme cuenta de la magnitud comercial de Kiss. A cada metro de piso un rostro pintado de blanco y negro me cerraba el paso para ofrecerme un polo, qué ironía, y a un precio más barato del que yo pensaba vender. Un niño de esos que parecen viejos negociantes me decía que con sus binoculares podía ver a Kiss de “cerquita”. Un anciano de ropas raídas me vendía pines a un sol. Más allá binchas y llaveros, del otro lado una mujer me propuso pintarme la cara como Gene por cinco soles. Parecía una procesión de ambulantes y también de ladrones a quienes se les reconocía rápidamente por la avidez en la mirada, como la del león cuando escoge a su presa.

Me ubiqué junto a una anciana que vendía gaseosas y al costado de una rolliza mujer que ofrecía binoculares con voz de tamalera. Por cada espectador que arribaba al estadio venían a su encuentro cinco ambulantes, atorándoles con chucherías o sourvenirs –por emplear un término comercial–, los afamados revendedores de entradas gritaban “¡sobra, compro, sobra, compro!”. No es por prejuicio, pero ellos parecían salidos del mismo penal, con cicatrices en brazos, tatuajes, rostros deformados por reyertas pasadas y susurros al oído que me hacían suponer que sus boletos eran tan originales como un billete de tres dólares.  

Para obtener un mínimo margen de ganancia tenía que vender los polos a 15 soles, pero la competencia remataba las prendas a 10 soles. Definitivamente hice mal mis cálculos, algo había fallado en el engorroso engranaje de producción, primer traspié para un futuro empresario, pero no era tiempo de arrepentimiento. Saqué mis polos y empecé a ofrecerlos; al comienzo con cierta timidez, lo admito. La voz se me escondía entre el bullicio, solo levantaba las prendas y las flameaba. Al frente de mí se puso una pareja con su pequeña hija. Él parecía salido del ring de la WWE, mismo triple H, y ella flaquita y morena; tenían dos bolsas grandes llenas de polos. Competencia pesada. ¡Aquí pierdo!, me dije y caminé más adelante. Mala decisión, terminé acorralado por más comerciantes de polos, un flaquito de nariz aguileña era el único que ofrecía las prendas a 20 soles. Después de un rato las rebajó a 15. Tras una hora terminó por rematarlas a 12 soles. La competencia era un canibalismo voraz. Por fin pude lograr que un adolescente viera mis polos, pero no se convenció. De pronto se acercó un par de jóvenes felices y desprevenidos, ellos no los vieron, pero a su alrededor se apegaron varios rateros disfrazados de lustrabotas y revendedores. Entonces se escuchó un grito. Una mano había entrado en el bolsillo de uno de ellos y le había arrebatado la billetera, solo fue cuestión de microsegundos. Cuando la víctima volteó solo vio una maraña de gente, retrocedió para atrapar al delincuente, intentó con dos personas, pero nadie vio nada, entonces se retiró insultando y mentando madres.

Me puse al lado de tres jovencitos que ofrecían pines y llaveros, parecían estudiantes de alguna academia que también aprovechaban la vorágine comercial de Kiss. De pronto apareció una reportera de un canal de cable vestida como Morticia de los Locos Adams poniendo el micrófono en las bocas de ambulantes y revendedores. Las mismas preguntas refritas y las respuestas extasiadas, “Kiss, lo máximo”. Admito que con cierta vergüenza me alejé de ella. Otra mala decisión. Caí redondito a la cueva de los cuarenta ladrones. Vi que se me apegaron cuatro, yo tenía la mochila en la espalda y escuché que ellos hablaban de entradas mientras miraban de reojo mis bolsillos. En estos casos un consejo, a los ladrones hay que mirarlos fijamente para anularles el factor sorpresa que emplean para cometer el delito. Los miré, arrimé mi maleta, me vieron y se fueron culpándose entre ellos. Supe entonces que aquí no iba a vender nada y estaba expuesto a perderlo todo. Salí a la Av. 28 de Julio y en el camino un tipo cicatrizado en rostro y brazos tironeó con rabia el largo cabello de un metalero que vendía polos, la gresca se inició porque el joven le reclamó al sujeto que se fuera a otro lado a cometer su fechoría. Pobre, le jalaron los cabellos como muñeca descoyuntada. Quise quedarme a ver cómo concluía la bronca, pero los tumultos son el reino para los que cortan bolsillos, así que seguí mi camino.

Di la vuelta por la Av. Petithouars, cerca de la residencia del embajador de Estados Unidos. Era la entrada para todos lo que venían de San Isidro, Jesús María y Miraflores. La noche había caído, el lugar estaba atiborrado de comerciantes, pero sin ladrones ya que a pocos metros estaba la comisaría. Me ubiqué en el parque y allí pude vender el primer polo, qué feliz me hicieron ese niño con su padre. Mi optimismo aún daba manotazos de ahogado. Después de una hora vendí dos más y a pocos minutos del concierto un par más. Luego terminó todo, la presentación de Kiss había empezado y los que no pudieron entrar se lanzaron al césped, haciendo círculos frente a botellas de cerveza o pisco. Terminé exhausto y me senté a esperar, enredé la maleta a mi brazo y caí dormido. Me pareció un ratito, pero los minutos fueron horas, me despertó las explosiones de fuegos pirotécnicos en el cielo. Crucé mirada con la señora de enfrente que vendía caramelos y cigarros y nos dijimos en el lenguaje de los ambulantes, resignación. Para nosotros no hay euforia y el único grito que sale de nuestras gargantas agrietadas es para ofrecer polos, binchas o póster.

Más tarde la gente salía del concierto y raudamente se iba a los paraderos. Saqué los polos, pero a mí como al resto de vendedores nos miraban sin importancia, es más éramos obstáculos que tenían que sortear, todos se subían a buses y taxis. Ya la magia había cerrado su telón y se volvía a la dura realidad. Esperé treinta minutos más y di media vuelta. Mi magia empresarial también había concluido y enrumbé a mi casa. En mi mochila había quince polos.

domingo, 18 de enero de 2009

Juegos de la memoria

No quise despertarla, pero al jalar la sábana ella abrió los párpados cansados. Ángela se rascó las canas y arrojó un bostezo que acentuó lo surcos de su cara. Me doy cuenta que el tiempo nos ha hecho viejos, pero la vida nos ha vuelto hermosos. Sí, aún es posible encontrar hermosura en una mujer que ha compartido tu vida durante veinte años. Ella sabe que hoy es jueves y que esperaré hasta el sábado para hacerle el amor. La tediosa costumbre nos alcanzó hace mucho; no recuerdo el momento exacto, pero sé que algunas mañanas tenía que encender la televisión para disuadirla de tener intimidad, temía que se diera cuenta que mi miembro ya no despertaba robusto y esplendoroso como antes. Pero también creo que la costumbre la atrapó primero a ella, ya que en sus venas discurría sangre alemana, de una personalidad formal, algo rígida, puntual y ahora condicionada militarmente a hacer el amor los sábados.
–No te mires tanto al espejo que sigues tan feo como ayer –dijo–. No le di importancia, así me saludaba cada mañana. En el espejo un viejo ocultaba su lustrosa calvicie con las tiras de canas rebeldes y grasientas. Cada día sus ojeras se parecían a las del oso de anteojos, salpicadas de manchitas negruzcas. Fui al baño a quitarme la grasa del rostro y a arrojar la orina amarillenta y cargada. Al regresar al cuarto la vi desnuda, inclinada, subiéndose la trusa azul, con una sutilidad de estibador, moviendo la carne lechosa, parecía extraída de un cuadro renacentista, con las nalgas abultadas y la cintura desbordada por su buen paladar. Sin embargo, la veo y me vulnero, aún me encanta mirarla, quiero que hoy sea sábado, mi miembro coincide conmigo, me doy cuenta que con el tiempo el amor irremediablemente vuelve a uno débil y a la otra fuerte, pero a ambos nos ayuda a vivir.
–¿Me acompañas al cementerio por la tarde? –le pregunto como cada 5 de abril, sabiendo de antemano su respuesta. Ángela pisó por única vez el cementerio en el funeral de su madre hace cinco años, y por los rezagos que aún mantiene de los Testigos de Jehová, no volverá a pisar jamás un camposanto.
–Tu madre era una santa –le dije­– era la única que me aceptó, tu padre prefería verme muerto, pensaba que era un fracasado o un aprovechador.
De pronto golpearon la puerta y Ángela me miró con ternura maternal. Pepe tenía que ir al colegio y fue a prepararle el desayuno. Aproveché el momento para ir a la cómoda y sacar de la parte de atrás la botellita de ron y meterla en la maleta. Mientras sacudía el pantalón y lustraba los zapatos una sensación de vacío me invadió, me senté en la cama y un escalofrío sacudió mi cuerpo. Me sentí tan solo que saqué la botella y bebí un sorbito. Me miré en el espejo, ¿cuándo empezaste a beber?, ¿hace cinco años también? Luego pensé en Pepe. Mi hijo con Ángela compartían las emociones vitales de mi alma. Ambos irrumpieron en mi vida con una exactitud inexplicable, cuando la soledad y sus demonios contaminaron mis esperanzas y mi soberbia derrumbó iglesias y santos, la rebeldía me había hecho un títere, manejado por hilos de odio y frustración.
Ángela me bañó de humildad, con sólo unas pocas palabras y una desquiciable ternura abofeteó mi orgullo, me llevó hacia el espejo interior para mostrarme el egoísmo, la mezquindad y la indiferencia que me habían rebajado a una piltrafa moral. De ella aprendí y de ella me enamoré, y me regaló a Pepe como símbolo de compromiso existencial.
Al bajar no vi a nadie, quizás Ángela ya había llevado a Pepe al colegio, otro día que me dejaban solo. Llegué a El Liberal y de inmediato me arrastré al flujo agitado del periodismo, como hace veinticinco años, pero esta vez desde la jefatura de informaciones. La mañana se fue con tiránica prontitud, entre coordinaciones para las comisiones de los reporteros, la elección de entrevistas y reportajes, más tarde el almuerzo en El remanso donde Paquita, amiga mía, servía los más adorables vinos de Lunahuaná y, por último, la junta diaria con el director del periódico, Manuel Obrero, viejo zorro de las llanuras del idioma, enemigo del comunismo, y expedito apóstol del presidente de turno.
Obrero pertenecía a la raza, casi extinguida, de seres que sólo podían vivir con la válvula del periodismo. Tenía la lengua blanca y el rostro negruzco por un hígado castigado por el alcohol, su piel era como papiro egipcio y a sus setentaypicos años mantenía la voz paternal y la energía de un capataz carajeador, mostrando siempre una boca desmuelada. Su calvicie de estadio olímpico coronaba una vida trajinada entre la bohemia, los viajes alrededor del mundo y la apetencia por las mujeres de cuello largo.
Por la noche me buscó Héctor Navarrete, como cada jueves desde hace cinco años, un par de cervezas en El remanso y la confesión vanidosa de su infidelidad. Me cuenta que está con una chiquilla que le sangra más que mujer de Drácula, le pide ropa muy cara, buenos restoranes y regalos a borbotones. Pero vale la pena –me dice.
–Si supieras las proezas que hace en la cama, Sebastián. Es una putita salvaje, es una inversión bien pagada.
–¿Y tu mujer no sospecha nada?
–Yo creo que sí, las mujeres tienen un sentido desarrollado para oler la infidelidad, no sé cómo lo hacen, pero se callan por miedo a la soledad.
–Sabes que no soy un moralista, pero conozco a Carmen, te ha dado sus mejores años y no creo que se merezca eso…
–Sigues siendo un moralista, Sebastián, sí que Ángela te cambió.
–Ángela cambió muchas cosas en mi vida, Héctor, sobre todo a amar a alguien sin esperar nada a cambio.
Al levantarme para desahogar la vejiga, sentí una punzada en el brazo izquierdo, todo comenzó a girar en círculos, el sudor me manaba impunemente, el dolor avanzó al antebrazo y alcanzó mi pecho. No pude respirar y caí al suelo. Solo la oscuridad me entregó a la paz.
Desperté en la cama del hospital Dos de Mayo. Un joven médico de mirada sombría me tomó la temperatura, revisó mi presión, escribió algunas anotaciones y se fue. Todo sin decirme ni una sola palabra. La ironía de los médicos es que a pesar de luchar contra la muerte se olvidan de la sensibilidad con los vivos.
–Ahora es tu turno, Sebastián –me dijo Ángela acercándose y acariciando mi frente­– recuerdas hace cinco años yo estaba en tu lugar. ¿Qué me dijiste esa vez? Dios demora en recoger a los seres tristes.
Cerré los ojos y quedé dormido, más tarde me enteré por boca del doctor que había sufrido una arritmia. Vinieron a visitarme Héctor y Manuel Obrero quien me dio licencia para descansar dos semanas. Luego el médico vino y me recomendó un revolucionario menú a base de verduras y frutas, además me exigió empezar una rutina de ejercicios para cambiar mi sedentaria humanidad.
–Usted quiere que tenga otra vida, doctor –le dije.
–Es necesario para que no pierda la suya –sentenció.
Antes que todos se fueran, le pedí a Héctor que se quedara y le pregunté si había visto a Ángela o a Pepe. Héctor se acercó a la cama y su rostro se descompuso.
–Todo va a estar bien, Sebastián, no te preocupes.
–Héctor, dime si has visto a Ángela, por favor, necesito hablar con ella.
–Sebastián tienes una nueva recaída. Es la segunda vez en cinco años o ¿acaso ya lo olvidaste? Hermano, Ángela no está aquí, Pepe tampoco.
–¿Dónde están, Héctor?
–Sebastián, ellos murieron hace cinco años. ¿Recuerdas el accidente en el bus? Tú pudiste salvarte, ellos lamentablemente fallecieron. Cada 5 de abril vas al cementerio…tienes que ir a verte con el doctor, no es normal…
El silencio fue doloroso, mi mente empezó a tirar por un torrente de imágenes y recuerdos…
–¡Por favor, Héctor, déjame solo, por favor!
Cuando lo vi retirarse, me tapé el rostro, sí era cierto, maldito Héctor cómo pudiste recordármelo. El bus, era de noche, solo sentimos un fuerte golpe y todo comenzó a dar vueltas, tomé a Ángela de la mano, pero resbalé, sentí que caíamos a un precipicio, la gente golpeaba y salía despedida por las ventanas, todo era un griterío y llanto. De pronto todo se apagó. Desperté en un hospital de Ica y no podía moverme, tenía la pierna y un brazo facturados y la cabeza rota. Sí, allí me dijeron que mi esposa y mi hijo estaban en la lista de fallecidos. Si, estaba solo. Sí, no podía vivir sin ellos. Todas las mañanas estaban en mi mente, mi corazón dolido los puso allí, aunque no estuvieran conmigo. Cada 5 de abril mi razón había disfrazado la muerte de mi suegra por la de ellos. En el cementerio estaban sus cuerpecitos…
Me levanté y miré al paciente de mi lado, estaba recuperándose de un infarto. Dos jóvenes lo acompañaban, parecían sus hijos. Fui a la ventana. El cielo de otoño traía algunas gotas de lluvia, del tercer piso se podía ver el mercadillo de La Victoria y la vorágine del tránsito de la avenida Grau. Respiré hondo e hice el esfuerzo en poner mi mente en blanco, entonces abrí la ventana y salté al vacío.
FIN